Comentario a «Mataron al señor Villamediana», por José María Micó

«Mi desgracia ha llegado a lo sumo con la desdichada muerte de nuestro Conde de Villamediana... Sucedió el domingo pasado a prima noche, 21 de éste, viniendo de Palacio en su coche con el señor don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpio; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el Conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo derecho, dejando tal batería que aun en un toro diera horror» (Góngora, carta del 23 de agosto de 1622 a Cristóbal de Hereida, Millé, núm. 100). El lance fue pródigo en ecos literarios. Don Luis, una vez menguado su dolor y convertido el asunto en panacea de los ingeniosos, no dudó en recurrir festivamente a él para chancearse «del doctor Collado, médico amigo suyo». Adviértase que la célebre décima «Mentidero de Madrid», tradicionalmente atribuida a Góngora, aunque rechazada por el Escrutinio y -según Chacón- también por los «amigos» del poeta, elabora, con menos broma, un motivo parecido: la enigmática causa del asesinato. Cuentan las crónicas que la herida recibida por el Conde fue tan tremenda «que le partió el corazón» (Quevedo, Grandes anales de quince días, citado junto a otros testimonios por L. Rosales, Pasión y muerte del Conde de Villamediana, Madrid, 1969, págs. 78-95), y las conjeturas sobre el arma utilizada por el asesino -que sin duda animaron los corrillos en 1622- le sirven a don Luis para ponderar festivamente la eficacia mortal de los escarnecidos médicos.

En todo caso, los versos de la octava «no tienen nada de infamante para la memoria de Villamediana» (R. Jammes, pág. 280 [334]), de modo que no parece justificada la perplejidad de Millé (ni la de E. Camacho Guizado, La elegía funeral pág. 164), aparte de que después de aquel 21 de agosto muchos poetas se atuvieron al refrán: «a moro muerto, gran lanzada». La ambigüedad del epígrafe (suyo: 'de Villamediana' o 'de don Luis') ha despistado a algún crítico moderno, pero en este caso es inocua, porque el «doctor Collado» no es otro que Agustín Collado del Hierro, poeta, médico y tan amigo del Conde como del autor de las Soledades; tras la muerte de Góngora escribió una elegía recogida en el manuscrito Estrada (cfr. R. Foulché-Delbosc, «Notes», págs. 493-498, y Gerardo Diego, Antología, págs. 86-88). La intimidad de los tres genios, que llegó a provocar algunos problemas en la atribución de sus obras (baste el caso de la Fábula de Dafne y Apolo, de Collado, publicada sistemáticamente entre las obras de Villamediana), no deja lugar a dudas: «la octava es una burla de tertulia de amigos poetas» (J. M. Rozas, «Localización, autoría y fecha de una fábula mitológica atribuida a Collado del Hierro», en Boletín de la Real Academia Española, XLVIII [1968], págs. 87-99 [96]). Conociendo a Góngora, lo único realmente extraño es que no le sacase punta al segundo apellido de su admirador («a hierro he perdido dos amigos», dice con tristeza en la carta a Hereida). Por otra parte, el hecho de que el texto sólo figure en Ch asegura su condición de chanza amistosa y privada.

Ni que decir tiene que la burla contra los médicos podría documentarse en textos numerosísimos (comp. sólo Quevedo, Sueños, ed. Henry Ettinghausen, Barcelona, 1984, pág. 119), pero la misma situación del poema (una muerte repentina por causas dudosas) aparece en un gracioso epigrama de Marcial, autor muy familiar a don Luis (VI, liii):

 

                                                         Tam subitae mortis causam, Faustine, requiris?                                                                          

                                                             In somnis medicum viderat Hermocratem.