Comentario a «Mátanme los celos de aquel andaluz», por José María Micó

El cardenal don Antonio Zapata, que llegaría a ser Consejero de Estado e Inquisidor General y a quien Vicuña dedicaría -algo irresponsablemente- el Homero español, fue nombrado virrey de Nápoles en 1620. Lo acompañó a Italia su pariente don Gabriel Zapata, «gran caballero y cortesano de excelentísimo gusto» (Espinel, Marcos de Obregón, I, i), curioso personaje cuyas ocurrencias nutrieron la literatura apotegmática del siglo XVII (cfr. los Cuentos de Arguijo, en BAE, CLXVII, págs. 239b, 240a, 242b, 243b, 248a, 254, 260b y 263b). La esposa de don Gabriel se quedó en la Corte, expuesta a las ingeniosidades consolatorias de los poetas.

En una carta del 8 de septiembre de 1620, Góngora le cuenta a don Francisco del Corral que «la provisión del señor cardenal Zapata a el Virreinato... ha salteado el discurso a los más estadistas» (Millé, núm. 54), y sabemos que la comitiva llegó a Nápoles el 16 de diciembre (cfr. J. B. Avalle-Arce, «Apuros de un embajador y un virrey españoles del siglo XVII», en Dintorno de una época dorada, Madrid, 1978, págs. 405-428, esp. 410-411). Así, es lógico suponer que estos versos se escribieron entre esas dos fechas.

La difusión escrita del poema no pudo ser más precaria: a lo que alcanzo, Ch es el único testimonio que recoge las seguidillas, y Salcedo Coronel sólo conoció y editó las dos estancias («que no contenía más el ejemplar que vi»), tomándolas de un ms. de don Gregorio de Tapia. Y, sin embargo, sabemos que al menos la primera seguidilla fue muy popular. Mateo Romero, más conocido como el Maestro Capitán, musicó una copla que tenía el siguiente estribillo:


                            ¡Ay, que me muero de celos
                            de aquel andaluz!
                            Háganme, si muriere,
                            la mortaja azul.

(La recogió Claudio de la Sablonara, Cancionero musical y poético del siglo XVII, ed. Jesús Aroca, Madrid, 1916, págs. 309-310; cfr. R. Jammes, pág. 197 [235], y M. Querol, Cancionero musical de Góngora, págs. 48-49 y 93-94, y 137-139 de la transcripción musical.) Y Lope de Vega, en una carta de 1628 al Duque de Sesa, atribuyó a su hija Antonia una parodia de «la letra de don Luis de Góngora» según la versión recogida por Sablonara (Cartas, ed. N. Marín, Madrid, 1985, págs. 259-260):

                           ¡Ay, que al Duque le pido
                           aceite andaluz!
                           Pues que no me le envía,
                           cenaré sin luz.

Lo más probable es que Góngora reelaborase en la primera parte del poema algunas seguidillas de carácter popular (cfr. E. M. Torner, «Elementos populares...», página 423); eran, además, los años de mayor apogeo de un género dado a la mezcla de lo tradicional y lo culto y en el que frecuentemente «va llorando la niña / celos y ausencia» (Lope, Servir a señor discreto, II). Yo diría que don Luis compuso los versos para que los cantase doña María Hurtado, que era «una señora no poco ilustre y de maravillosa voz» (SC; cfr. los vv. 10, 11 y 14).

Por otra parte, entre los «Fragmentos» de los manuscritos C (fol. 23v) y E (pág. 173) se copian las cinco seguidillas siguientes:

                          Iba por la calle, oí decir jerga,
                               vi abrir una ventana: sin duda es seña.
                          Corchete de plata, media amarilla;
                               mátenme si no hay carro para Sevilla.
                          Ánsares de Menga al arroyo van;
                               ellos visten nieve, él corre cristal.
                          Mátenme los celos de aquel andaluz:
                               háganme, si muero, la mortaja azul.
                          Las violetas, madre, ¿cuál es su color,
                               que ni son azules, ni moradas son?

A pesar de una variante de E en el v. 4 («sin duda que hay carro», evitando la repetición con el v. 7), está claro que esas estrofas no forman un conjunto unitario: la penúltima seguidilla (la más famosa) es la única común con Ch; la de los ánsares pertenece a una letrilla del mismo año (M 187), y las demás, aun compartiendo detalles como el simbolismo de los colores, no se acomodan al asunto ni tienen por qué ser de don Luis.

Las estancias siguen el esquema  a  b  b  a  a  C  C, y las seguidillas participan de la métrica fluctuante característica del género en los Siglos de Oro. Véase M. Frenk, «De la seguidilla antigua a la moderna» (1965), en Estudios sobre lírica antigua, Madrid, 1978, págs. 244-258; además, de T. Navarro Tomás, Métrica española, §§ 149 y 216, y R. Baehr, Manual de versificación española, Madrid, 1970, págs. 247-258. Respeto la disposición de las seguidillas en dos líneas, frecuente en lo antiguo (por ejemplo, en los Romancerillos de Pisa: cfr. T. Navarro Tomás, Métrica española, § 149), pero señalo la cesura. Quizá merece la pena mencionar, por su contraste con el resto de la composición, el hipérbaton del último verso.